domingo, 5 de agosto de 2007

Reflexiones de un perro sobre el asesinato de dos hombres

Dos cadáveres de quienes alguna vez fueron llamados hombres estaban tirados en el piso, como bultos rellenos de desperdicio intestinal. Por primera vez desde que el mundo es mundo, y desde que el tiempo es tiempo, los perros hablaron y murmuraron como humanos. Esa increíble multitud de curiosos e impertinentes del sueño de los mortales tenía la capacidad de olfatear la sangre, cuyo humor para entonces ya había llegado a los lugares más recónditos e insospechados. Es más, hasta el último resquicio de esta ciudad podría haberse impregnado de ese hedor de muerte, pero eso no es más que pura especulación, como la de los canes charlatanes que ya he mencionado. De cerca y de lejos empezaron a llegar perros de distintas clases, iluminados por un brillante aliento de inteligencia y posesos por alguna clase de espíritu de cordialidad, que bien podría ser hipocresía espontánea (que es lo mismo).
Lo más asombroso no eran los voluminosos hombres agonizantes, o quizás muertos, que estaban derrumbados de bruces en el suelo hecho de asfalto gris –en contraposición al pasto verde, donde es mejor caer muerto, porque así no se desperdicia un buen material fertilizante que abre paso a la vida– después de cinco estruendosos disparos, repartidos indiscriminadamente en varias partes de sus cuerpos, generando orificios de donde la sangre emanaba escandalosamente, bien en forma de diminutos trozos de hielo escarlata, o simplemente como una fuente casi inagotable de un líquido espeso y rojo. Esto lo digo, porque después de todo, la vida tiende a ceder su espacio a la muerte. Lo que sí resulta verdaderamente sorprendente, es que aquellos perros, entre más hablaban como humanos, más forma de humanos comenzaban a obtener. Inclusive, llegaron a tener ropa puesta, que no sé de donde carajos la habrán sacado. Cada animal tenía un atuendo distinto, dependiendo quizás del respectivo aspecto físico primigenio que habían tenido antes de llegar a causa del olor acre de la sangre.
Sin embargo, intenté no prestar atención a los aullidos que brotaban de sus extraordinarios hocicos de humano, sino que me enfoqué en considerar la razón por la cual aquellos cadáveres estaban ahí, precisamente ahí entre todos los lugares posibles. Pensé en la posibilidad de estar en su posición: ¿qué habría sentido yo de recibir una ráfaga de balas inclementes e inmisericordes, y en esa circunstancia tan ajena al futuro que idealicé para mí mismo? En general, pensé en el concepto de la muerte y en la utilidad pública de los cadáveres, pues aunque no sea conocido por todos, son ellos, y no los vivos (salvo algunas clases de ladrones), los que sustentan lo más esencial en una economía nacional. No es una exageración, se trata de un audaz pensamiento que se me ocurrió en ese momento. Efectivamente, todo el aparato represivo de lo que hoy se conoce como Estado, tiene su soporte en producir la muerte. Los ejércitos y la policía, cuyos grandes elementos son usualmente perros y ocasionalmente gorilas, no existen para asegurar la tranquila convivencia mutua entre los demás de su propia especie (y me refiero a los perros o a los gorilas), sino para matar hombres, mujeres, ancianos y niños, que no son perros, sino humanos. De hecho, si no fuera por los muertos, todo Estado perdería su utilidad intrínseca: los policías y los ejércitos no podrían asustar a nadie, las oficinas de medicina legal serían obsoletas, y el miedo a las cárceles, con todo lo que ellas tienen, no existiría. Por otro lado, casi todos los médicos serían inútiles, así como las compañías de seguridad también lo serían, de no existir los ladrones, que son los únicos seres vivos que realmente sustentan la economía de un país. La vida es vida porque la muerte es muerte.
En fin, pensé en todo eso durante unos pocos segundos que se me hicieron eternos, pero al cabo de mi exquisita reflexión me interrumpió uno de los perros, que ahora tenía el aspecto de un oficial de la policía nacional: con su sombrerito ridículo (el cual, parece, era un símbolo de autoridad, porque los demás perros que estaban vestidos como él no gozaban de su poder, y tampoco tenían el gorrito), y un aspecto por demás cómico, frente al cual no pude dejar de reírme, dado que por mucho que haya hablado como humano, y aún cuando tenía esa extraña ropa verde que encajaba a la perfección en sus extremidades de humano, todavía tenía la cara (y algo del ronquido) de un pitbull. Después de preguntarme el motivo de la risa, le respondí con el absoluto respeto que me caracteriza al dirigirme a una autoridad, que la razón de mi actitud jocosa era simple: “es que usted, señor, a mí no me engaña, porque todavía tiene aspecto de perro”. No me imagino cuál fue el pensamiento de ese individuo, pero es de suponer después de la gran cantidad de ladridos y chillidos que provenían de su muy perruno hocico. “GRRRauu… Cojan a este mal nacido”, me pareció escuchar que le ordenó a sus perros subalternos. Ellos iban a ejecutar la tarea impuesta, pero me anticipé a sus movimientos y les dije que mejor buscaran a los autores del crimen, y que si les molestaba mi presencia, que la solución era simple: “no me determinen”, les dije. Todos esos perros con trajes verdes se quedaron estupefactos ante semejante disquisición tan elemental, lo cual me llevó a pensar que todos ellos, empezando por el oficial con cara de pitbull, todavía tenían sus caninos cerebros intactos si bien la envoltura repleta de cabellos mulatos parecía indicar que ya eran humanos. En todo caso, me dejaron tranquilo y me dirigí hacia un promontorio algo alejado del lugar en donde había más perros. Los ladridos del oficial me dejaron algo aturdido, y llegué a perder el equilibrio a causa de la sordera temporal que me había dado después de sus alaridos, así que me senté.
En un momento dado, no recuerdo a qué hora con precisión, escuché unos gritos infantiles: “pun…pun…, te maté”, decía alguien. “No, no se vale. Yo te maté primero”, respondieron. Me acerqué al lugar de donde venía el ruido, y me sorprendí al ver que se trataba de unos pequeños cachorros que estaban jugando al policía y al ladrón. No había nadie más, sólo estaban ellos. Mi sorpresa fue más por el tema del juego que por el hecho en sí de que jugaran en esa situación, porque al fin y al cabo, lo más natural del mundo es que los cachorros jueguen. De un momento a otro, el más pequeño me preguntó si quería jugar, y con mucha elegancia le respondí que la idea de jugar mientras recogían el cadáver de un hombre no se me hacía divertido, pero que si alguna vez compartía con ellos mis ratos libres de diversión, que me dejaran ser el ladrón, porque los ladrones son los únicos hombres vivos que sustentan la economía de una nación. Con semejante respuesta, proveniente de mi reflexión momentánea al ver los cuerpos muertos tirados en el piso, ellos se quedaron callados y dejaron de jugar, no sin antes preguntarme que qué era un cadáver y qué quería decir la frase economía de una nación. Me vi encerrado por tan certeras preguntas, y no pude responder sino con evasivas, por lo que simplemente me limité a señalar que un cadáver es todo cuerpo en estado de reposo que deja de fastidiar a sujetos que no quieren jugar. Eso fue lo que dije, y lo dije sin pensar en las consecuencias de tal afirmación, porque no quería ejemplificar a un cadáver con los cuerpos ensangrentados. Habría sido un terrible susto para ellos, porque al parecer no estaban enterados de lo que pasó a su alrededor. “O sea que nosotros te fastidiamos”, dijeron ellos. “Sí, y mucho”, les respondí después de pensarlo un momento. “Ah, eso quiere decir que si dejamos de de fastidiarte, y además nos quedamos quietos, seríamos unos cadáveres”. La lógica incuestionable del argumento me dejó frío, y en ese momento entendí que ellos nunca fueron perros, sino niños de verdad, los únicos humanos inocentes que estaban cerca. Les acaricié la cabeza, diciéndoles en voz baja que no son cadáveres, sino niños muy inteligentes, al contrario de los perros que estaban tan cerca. “Tengan cuidado con esos perros, porque parecen hombres y mujeres pero no lo son. Todos olfatean el olor de la sangre, todos son unos chismosos, todos están enfermos de rabia y pueden morderlos, sobre todo el que tiene el sombrerito ridículo. Mejor me voy para mi casa, donde los perros que hay no se vuelven humanos”, les dije. Los niños se quedaron con la boca abierta, y seguramente me tuvieron por loco. Entré a mi casa, que está a unos metros del lugar en donde asesinaron a esos dos hombres, y luego a mi habitación, acurrucándome a un lado del cubo de agua que me habían dejado con antelación. Sin intentarlo con las manos, empecé a lamer con ansiedad el agua y mastiqué con ganas el pedazo de hueso que encontré en un rincón. Es inverosímil la satisfacción que sentí después de volver añicos el trozo de cadáver que estaba en mi boca. Después llegó ella, el ser que más respeto y admiro en el mundo. Me moví graciosamente como para que ella se fijara en mí, cosa que dio resultado, porque me acarició el lomo y me dijo: “¡comes con ganas, amigo!”




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