domingo, 4 de julio de 2010

CRÓNICA DE UN DÍA DE SOBERANÍA POPULAR


“…Cuando pasó el alboroto, el arzobispo, el alcalde, el virrey, los oidores, con maña y sigilo fueron agarrando uno a uno a los capitanes de la muchedumbre, y fusilándolos. Cortaban las cabezas y las enviaban a los pueblos para que se exhibieran en jaulas, mostrando cómo castigaba el rey soberano a los del pueblo que se hizo a la ilusión de ser el soberano”. Germán Arciniegas.


Habían pasado seis meses desde el día en que el sol alumbró sin brillo en la parte más alta del cielo. Pero aquella mañana del viernes, brillaba con todo su esplendor casi en el cenit, calcinando inclemente con sus rayos las cabelleras de todos, y la plaza estaba repleta de la multitud que iba a comprar y vender; el modo de supervivencia era regatear la vida. Fueron vivanderos, indios de reservas cercanas, y gentes de todas las clases y calañas, campesinos que llegaban de lejos o vecinos de las humildes casitas del barrio Belén, o del barrio Egipto, hombres, mujeres y niños de San Victorino, o de las Cruces…


En la esquina de la Calle Real con 11, en el costado norte de la plaza, se hallaba la casa y negocio de cierto mercader peninsular, nacido en Cádiz, que había hecho fortuna en Cartagena y se había trasladado a la Capital del Virreinato. Estaba en la calle, a diez pasos de su casa, cuando a esa hora del día llegaron a pedirle asistencia. Le contaron cosas sobre el Consejo de Regencia que había sido instalado en la Isla de León para hacerle frente a la invasión de Napoleón, y que don Antonio Villavicencio venía de allende el mar para entregarle a los patricios de la Nueva Granada un mensaje del dicho Consejo. Un florero, en concreto, era lo que necesitaba su visitante, don Luis de Rubio, para organizar el banquete dedicado al señor Villavicencio.


“No puedo prestarle a vuestra merced la pieza que solicita –respondió el español- porque por haberla prestado en otras ocasiones, se ha maltratado y ha ido perdiendo su valor”. Don José González Llorente era ya un hombre viejo y de conocido mal carácter, o al menos eso dice la historia; y esa era la negativa que esperaban todos: Rubio, Caldas, los Morales, Acevedo y Gómez, Camilo Torres, Jorge Tadeo Lozano, y ese largo etcétera de los ricos nobles criollos que le habían tendido la trampa en las noches de la Torre de Astronomía, cuando planeaban utilizar al populacho para garantizar un tránsito del poder virreinal a ellos, sin desprenderse de la dependencia de la Metrópoli, siguiendo fieles al rey Fernando VII. Estos conspiradores lo tenían todo planeado: cualquiera que hubiese sido la respuesta de González, iban a romperle la cara, llamar la atención del pueblo, y llevar a cabo su insubordinación.


Pues bien, habiendo dicho no, salió de la muchedumbre Francisco José de Caldas, quien lo saludó en frente de los dos Morales (padre e hijo), y éstos, según el guión que habían trazado con antelación -que seguían como los mejores actores- empezaron a gritarle al director del Observatorio Astronómico: “¡Cómo se atreve usted –decía uno- a dirigirle la palabra a este sastrezuelo que ha dicho mil cosas contra los criollos!” “¡Este hombre –continuaba diciendo, cada vez más alto, como para que el gentío lo escuchara- ha dicho que se caga en Villavicencio, y en todos los americanos!”


El español, quizás aturdido por la situación que se le presentaba, o simplemente llevado de la sorpresa, negó categóricamente que hubiese dicho semejante desatención sobre el célebre quiteño que venía del otro lado del mundo, y juró que no se había cagado en los americanos. Se fue retirando hacia el interior de su negocio con evidente temor de la multitud que cercaba la escena, tratando de evitar el altercado, y Antonio Morales lo “siguió hasta dentro del mostrador y hartó de palos a Llorente, que por pura casualidad escapó vivo de entre las manos de éste”.


Mientras Morales se dedicaba a desdentar a González Llorente, el resto de los criollos que participaron de la conspiración gritaban: “¡Están insultando a los americanos! ¡Que muera el mal gobierno! ¡Que viva el Cabildo!” La muchedumbre se acrecentaba momento a momento, y si el pobre comerciante peninsular salió vivo de la reyerta fue por la intervención del coronel José María Moledo, otro de los conjurados, que lo llevó con no poca dificultad, a la casa de un tal Lorenzo Marroquín. Allá llegó con los ojos morados, un brazo medio roto, las costillas apaleadas, toda una miseria humana. En su lecho de muerte, en Camagüey, don José González pensó en ese día terrible para su honra. Quizás dijo para sí: “esos hideputas americanos, hicieron su revolución sobre mi dignidad. Ojalá me hubiese de verdad cagado en ellos, y en Villavicencio”.


La gran masa de hombres, mujeres, niños, jóvenes y viejos, indios, campesinos, mestizos y criollos, que hasta hacía unos diez minutos se hallaba en un día normal de mercado, estaba ahora inundada de la más profunda ira y del odio más visceral que puede sentirse por un gobierno opresor. Y la impopularidad del Virrey, don Antonio Amar y Borbón, así como de su Audiencia y los miembros de ésta, fue el motor que impulsó al pueblo a asaltar las residencias del oidor Juan Hernández de Alba y del fiscal Frías, quienes apenas pudieron escapar de las garras del gentío, saltando las tapias y los techos de sus casas, y recogiéndose en las habitaciones de sus vecinos. Esto resalta la ironía del destino, porque Hernández de Alba decía constantemente: “los americanos son como perros sin dientes: ladran, pero no muerden”.


Saquearon las residencias de los principales funcionarios, y el poder del pueblo se fue acrecentando en la medida en que veía que no se le oponía resistencia. Se sintieron fuertes, y su odio fue más que la razón, porque no hubo en ese momento ninguna dirección ideológica o algún norte político. Se trató de la más elemental fuerza instintiva de la carne humana. A punta de piedras, palos y tomates, el pueblo santafereño puso patas arriba la estructura política de la colonia, así como había pasado en Quito antes, y en el Socorro hacía apenas diez días.


¡Cómo iba a oponerse resistencia a una turba irracional de diez mil personas, con un cuerpo militar tan reducido! Las autoridades de la corona, acostumbradas a menospreciar al pueblo, y convencidas de que, como lo habían hecho veintinueve años antes con los comuneros, podían usar artilugios falaces, eufemismos y engaños, para calmar la rabia del común, no previeron que en cualquier momento la copa podía llenarse y rebosarse. A esto se le aúna el hecho de que el señor Amar, hombre débil y pusilánime, no quiso seguir los consejos de su esposa, ni los del Coronel Sámano, que insistieron en la necesidad de utilizar el fuego de los cañones para detener el desbordamiento popular. Las tropas no hicieron nada.


Horas antes, entre diez y once de la mañana, los criollos habíanse reunido para deliberar sobre la posibilidad de agotar, con el señor Virrey, las instancias de la conciliación, antes de acudir a las acciones revolucionarias. Fundamentalmente, la sempiterna solicitud del estamento representado por los grandes terratenientes criollos, era que le fuera permitida la participación activa en el poder del reino. Se sentían con iguales derechos que los españoles peninsulares que enviaban de afuera para gobernarlos a ellos. A final de cuentas, todos ellos eran hispanos. En esa reunión, designó a don Joaquín Camacho para que fuera a hablar con Amar, y tratase de convencerlo de la necesidad de instaurar una Junta de Gobierno compuesta por diputados de los cabildos del reino, a la manera que había sucedido en Cartagena, Pamplona y el Socorro, con la diferencia de que ésta Junta se encontraría presidida por el mismo Virrey. Se trataba de una amenaza palmaria, porque lo sucedido en el Socorro poco antes era consecuencia de un levantamiento popular. Y en Cartagena se había conformado una Junta de Notables con el apoyo del señor Villavicencio. La respuesta del Virrey fue la más lógica en su mentalidad de gobernante: no ceder absolutamente nada de su poder. Esto demostraba también, que el ideal de los criollos no era independizarse de la Metrópoli, sino detentar el poder conjuntamente con ella.


El mensaje que traía don Antonio Villavicencio de parte del Consejo de Regencia, que resulta necesario mencionar, por otra parte, tenía que ver precisamente con ese tema delicadísimo del poder político de los Criollos. De modo que tenemos que ir tiempo atrás, a mencionar sucesos anteriores a nuestro relato, para comprender bien la situación. Así pues, cuando Andalucía fue ocupada por los ejércitos franceses, obligó a la Junta Central de Sevilla a dispersarse y algunos de sus miembros constituyeron el famoso Consejo de Regencia, compuesta de cinco vocales, para garantizar la continuidad de los dominios del rey en las Indias. Convocaron las Cortes del Reino para que se afrontara el problema de Napoleón. El 24 de febrero de 1810 se amplió la representación de América en esas cortes, y se dirigió a los patricios de los dominios, o sea, a los criollos, una proclama con la evidente intención de apaciguar su descontento ante la ausencia de poder político que tenían. Esa proclama decía así: “Desde este momento, españoles americanos os véis elevados a la dignidad de hombres libres; no sóis ya los mismos que antes, encorvados bajo un yugo mucho más duro, mientras más distantes estábais del centro de poder, mirados con indiferencia, vejados por la codicia y destruidos por la ignorancia. Tened presente que al pronunciar o escribir el nombre del que ha de venir a representaros en el Congreso Nacional, vuestros destinos no dependen ya de los ministros ni de los Virreyes, ni de los Gobernadores: están en vuestras manos”.


En fin, Villavicencio había llegado a Cartagena, y allá acompañó la causa de los criollos, que habían destituido a su gobernador, español, y nombraron a otro en su lugar. El Virrey, que presidía la Audiencia en la Capital, se enteró de esta situación, y quiso evitar a toda costa que pasara lo mismo en Santafé, de modo que se formó una lista con veinte notables, potentados americanos, que debían ser ejecutados antes que llegara el comisionado Regio a la ciudad. Así, cuando llegara, por mucho mensaje que trajera, no habría forma de pasarle su poder, ni compartirlo tampoco, a los patricios de Bogotá. Por azares de la vida, esa lista fue conocida por el grupo de individuos que estaban nombrados en ella. Era la poderosa rosca de Camilo Torres, José Miguel Pey, Jorge Tadeo Lozano, José Acevedo y Gómez, etcétera. Entonces empezaron a reunirse en casa de éste último, y luego en el Observatorio Astronómico, para fraguar un plan que detuviese las maquinaciones virreinales. Desde el 17 de junio se reunieron en la torre de astronomía, y allí, en medio de libros de cálculos matemáticos, herbarios e instrumentos de observación astronómica, fue que planearon los sucesos del 20 de julio, día de mercado, que como veremos ahora, se salió de los cauces previstos.


La situación en la plaza se salía de las manos del señor Amar y Borbón, que según se dijo, no quiso utilizar medios de represión de forma inmediata, sino que quiso esperar a que la gente se calmara y dispersara, para iniciar sus procesos ante la Audiencia y buscar y ejecutar a los responsables. Quizás si hubiera hecho caso de los consejos del militar Sámano, las cosas habrían tomado un rumbo diferente, o quizás, habría despertado aún más la ira del pueblo. Pero la situación, también se le salió de las manos a los intelectuales criollos que la habían planeado. Ellos, que habían propiciado el enfado popular, se hallaban igual o más asustados que los mismos gobernadores, porque la turba empezó a cazar ricos, y también fueron el objeto del juicio popular.


En realidad, lo que los americanos potentados de la Nueva Granada querían era lo siguiente: una limitada y transitoria perturbación del orden público, que permitiría al Cabildo, formado por ellos mismos, capturar el poder por sorpresa y tomar a continuación las medidas indispensables para el pronto restablecimiento del orden, poniendo como cabeza del nuevo gobierno, al mismo Virrey Antonio Amar. Así, el pueblo no podría desviar la situación de los intereses oligárquicos, que habían proyectado con anticipación. Los criollos, dice Montaña Cuellar, siempre buscaron en el pueblo el apoyo que necesitaban para la obtención de sus intereses políticos, “pero sometieron al pueblo a la condición de los coros griegos, como eco de las proposiciones y planteamientos de los dirigentes y a condición de que sus exigencias se llevaran siempre a través de voceros y representantes ilustrados, es decir, de la clase cuya expresión eran los comerciantes y latifundistas criollos”.


Una hora después de la pendencia entre los Morales y el señor González Llorente, la muchedumbre no había dejado vidrios sin romper, ventanas sin resquebrajar, puertas en pie y tiendas o comercios que no estuvieran afectados por la asonada. A las tres de la tarde, la gente, llevada por ese odio contra todo lo que significara autoridad y poder, ya no distinguió entre españoles peninsulares y españoles americanos: todos fueron perseguidos, y a todos les tiraron piedras, chuzos y tomates. A las cuatro de la tarde, los nobles neogranadinos renunciaron a permanecer en la calle, y los que todavía permanecían en la plaza temían ya por sus vidas. Así que todos los criollos, o casi todos, se escondieron y se refugiaron; se guarecieron del interminable aguacero de papas y legumbres, adicionado por granizos de piedra. El vendaval de palos, y de gritos de abajo el mal gobierno, que se muera el Virrey, no parecía tener límites. Y hubo temor en la sociedad de bien, entre la distinguida casta de terratenientes y dueños del comercio. “Todo era confusión a las cinco y media: los hombres más ilustres y patriotas, asustados por un espectáculo tan nuevo, se habían retirado a los retretes más recónditos de sus casas (...)”, relata Acevedo y Gómez, en su narración de los hechos del 20 de julio.


Pero todo movimiento de masas que no tenga una orientación política, está condenado al fracaso, a la dispersión, y sobre todo, al más terrible de los olvidos. Eran ya las cinco de la tarde, y el gentío empezaba a cansarse. No únicamente los vecinos de Santafé estaban hartos de levantar las manos y la voz, sino que los indios de las reservas, los campesinos de las veredas cercanas, los habitantes de pueblos cercanos que solamente habían llegado a la Capital para comprar o vender sus medios de subsistencia, tenían que devolverse para sus casas, que estaban lejos, y el camino de noche, oscuro, siempre es peligroso. Antonio Amar empezaba a recobrar los ánimos: “¿véis –decíale a sus acompañantes palaciegos- cómo tenía yo la razón? Este pueblo se cansó, y ahora vienen las consecuencias.” Los criollos conjurados, entre tanto, estaban llevados por el miedo, y en una encrucijada vital. Si el pueblo seguía arremetiendo en la plaza y en las calles, ellos no podrían siquiera atreverse a salir de sus casas, por temor al linchamiento; pero si el pueblo se dispersaba y abandonaba el sitio, era el Virrey el que iba a tomar la medida de la horca, no sobre el pueblo, del que tomaría uno, dos o tres ejemplares de escarmiento, sino de los criollos principales, y sobre todo, de los que estaban incluidos en la lista aquella, que habían preparado para él los oidores Alba y Frías. “(…) Yo preví que aquella tempestad se iba a calmar, después de que el pueblo saciase su venganza derramando la sangre del objeto de su odio y que a manera del que acalorado por la bebida cae luego en la languidez y abatimiento, iba a proceder un profundo y melancólico silencio, precursor de la sanguinaria venganza de un gobierno que por menores ocurrencias mandó cortar las cabezas del cadete Rosillo y de Cadena”, continuaba diciendo Acevedo en su historia del 20 de julio.


La situación, como quiera que se viera, era adversa para los conjurados. Así que sólo uno entre todos ellos fue lo suficientemente valiente como para atreverse a salir de su lugar de refugio “dejando a mi desolada familia sumergida en el llanto y el dolor”, se dirigió a la casa donde estaba el Ayuntamiento y, convencido de la necesidad de evitar que el resto de pueblo que todavía estaba reunido en la plaza se diseminara, subió al balcón y desde arriba empezó a arengarlo. Tenía la intención de que los demás conjurados llegasen al Cabildo, pero sólo pudo reunir a don Miguel de Pombo, a don Manuel de Pombo, al coronel José María Moledo, y a don Luis de Rubio. El resto de notables estaban aún en la más cobarde y solapada de las actitudes. Don Camilo Torres no se apareció hasta que la situación fue menos peligrosa para él y sus intereses.


Dicho hombre, el único valeroso entre todos los grandes criollos (porque los pequeños criollos estaban en la plaza lanzando piedras e insultos), empezó desde “la Cazueleta”, que así se llamaba a la casa donde estaba el Ayuntamiento, a perorarles y a proclamar una “caterva de sujetos de viso para miembros o vocales de la Junta que dijo debía e iba a establecerse y a encargarse del Supremo Gobierno, nombrando uno por uno y esperando que los del pelotón, precedidos y guiados de las voces sobresalientes de algunos que después me dijeron había entre ellos confabulados con el proclamador y sus comitentes, prestasen, levantando como levantaban una confusa, indistinta y destemplada gritería, su aprobación y condescendencia sobre cada planteamiento”. Desde ese balcón, se estaba imponiendo al Pueblo el nombre de los vocales que habrían de conformar esa Junta de Gobierno, la que los criollos querían y habían planeado en las noches y tertulias del Observatorio Astronómico. Y el procedimiento para hacerle creer al Virrey que la multitud aprobaba la composición de la Junta, era poner voceadores entre la gente, disfrazados de pueblo, que gritaban a todo pulmón vítores y aplaudían como si le fuera la vida en ello, cada vez que el orador enunciaba algún vocal o representante. Los nombres de esos diputados eran, por la voluntad egoísta de esos contertulios, don José Miguel Pey, entonces Alcalde ordinario de primer voto, don José Sanz de Santamaría, Tesorero de la Real Casa de la Moneda; don Manuel de Pombo, Contador de la misma; don Camilo Torres, Luis Caycedo y Flórez, Miguel de Pombo, Juan Bautista Pey, Acrediano de la Catedral; don Frutos Joaquín Gutiérrez, Joaquín Camacho, Francisco Morales, Juan Gómez, Luis Azuola, Manuel Alvarez, Ignacio de Herrera, Egmidio Benítez, Capitán Antonio Baraya, Fray Diego Badilla, Coronel José María Moledo, Pedro Groot, Sinforoso Mutis, José Martín París, Antonio Morales, Juan Francisco Serrano Gómez y Nicolás Mauricio de Omaña.


Pero el resto del populacho que aún se hallaba en la escena no aprobaba la mayoría de tales nombres. Les sonaba a explotación, a política de usureros y encomenderos, a la eliminación de los resguardos indígenas, y todo lo que el pueblo definitivamente no quería, como una constante represión. El sólo apellido Pey les recordó a muchos el engaño al que fueron sometidos los del Socorro cuando acabaron su revolución, y la muerte cruenta del héroe Galán. Así que fueron yéndose poco a poco, aburridos de ese hombre que desde arriba trataba de controlarles la vida. Pero los historiadores omiten esta parte, y hacen creer que la conformación de la Junta era bienvenida por el pueblo, y que el pueblo era soberano, y que el pueblo decidía. ¡Nada más alejado de la verdad!


Decía don Ignacio de Herrera, uno de los únicos conjurados que no despreciaba el poder del pueblo, y que no le temía, sino que lo consideraba necesario y bondadoso, que “…reunido el pueblo en la Plaza Mayor insiste en la instalación de la Junta; era preciso que nombrara vocales que la compusieran; pero el desorden, los diversos objetos a que debía atender, no le permitieron detenerse en la elección; aprueba el pueblo lo que le propone un individuo; y esta buena fe ha sido el principio de sus desgracias. El favor y la intriga colocaron a muchos que no tenían un verdadero mérito. Este vicio era preciso que ocasionara tristes consecuencias; hombres que tenían más conocimientos que los que presta el miserable manejo de un ramo de la Real Hacienda; otros educados en el comercio, y algunos abogados sin más estudio que el necesario al foro, compusieron el mayor número de los vocales… De ahí el choque de opiniones, las dilatadas disputas, el desorden y otros mil vicios que apartaban las miras del Gobierno de la utilidad común”.


“Si perdéis este momento de efervescencia y calor –clamaba don José Acevedo y Gómez, el orador que peroraba desde el balcón del Cabildo, por ahí a las seis y media de la tarde-; si dejáis escapar esta ocasión única y feliz, antes de doce horas seréis tratados como insurgentes; ved los calabozos, los grillos y las cadenas que os esperan”. Eso, claro está, dicho tan elocuentemente y con tanta carga poética, tuvo el efecto de retener a algunas personas; pero eran ya muy pocas en comparación con las que habían al medio día. Y no son prueba de esa supuesta entrega que tenía Acevedo y Gómez, como autoproclamado Tribuno del Pueblo, al amor por la multitud desposeída. Se trata más bien, como dijo Indalecio Liévano, de la dramática situación en la que se encontraban los criollos. De la advenediza derrota, y del fracaso de las ideas nacidas en las noches de la torre de astronomía. Del miedo a todo eso.


El descalabro de la revuelta criolla, de la ideología burguesa que la caracterizaba, habría sido inevitable de no ser por la aparición del verdadero Tribuno del Pueblo, de ese agitador de masas que desde los barrios más pobres llegaba a la plaza con la mitad de toda la ciudad, de ese que sí pudo hacer lo que Acevedo no logró: darles una finalidad, y un norte ideológico revolucionario. Desde el barrio Belén, desde los arrabales de Egipto, desde San Victorino, desde las Cruces; de todo lado venían los humildes. Hombres y mujeres en grandes cantidades. Mujeres dispuestas a dar todo de sí, y entregar sus carnes a las balas de artillería, como escudos de quienes serían los que asaltarían las tropas enemigas. El pueblo, y la multitud, estaban ahora sí dispuesta al derrocamiento, no sólo del Virrey, sino de todo lo que significara explotación. Lo que antes del medio día era una masa informe sin objetivos, llena de odio desbordado, ahora era una masa unificada bajo la sola idea de la revolución, y contenida por el verbo ardiente de sus líderes, encabezados por José María Carbonell.


Carbonell, bien apodado por Indalecio Liévano como el verdadero prócer del 20 de julio, había corrido de casa en casa y de barrio en barrio, todo el día, para preparar el momento exacto en que habría de salvarle el gaznate a todos los criollos cobardes que se habían perdido a las cuatro de la tarde. A la luz del rudimentario alumbrado público de la Capital, y de los faroles dispuestos en la casa del Ayuntamiento, se veían los rostros llenos de rabia de los artesanos, carniceros y campesinos. Se vislumbraban las puntas de los puñales, y de las armas cortantes de todos ellos. Picas, navajas, machetes y cuchillos habían traído de las lomas. La revolución estaba cerca. Las mujeres demostraron la tenacidad y valentía que le faltó a la casta criolla. Una de ellas reunió a varias de su mismo sexo, y en medio de todas le dijo a uno de sus hijos: “¡Ve a morir con los hombres! Nosotras las mujeres marcharemos adelante”, y dirigiéndose a las que la rodeaban, dijo: “presentemos nuestros pechos al cañón; que la metralla descargue sobre nosotras, y los hombres que nos siguen, y a quienes hemos salvado de la primera descarga, pasen sobre nuestros cadáveres; que se apoderen de la Artillería y liberen la patria”. Era la repetición del Socorro comunero, y vivo estaba el espíritu rebelde de Manuela Beltrán, y de las mujeres del común que hacía casi tres décadas habían sido acalladas con mentiras. Las mujeres, a falta de la valentía de los nobles, hicieron esta revolución.


Esa masa tenía una sola voz, y esa voz no quería la Junta de Gobierno compuesta por la rosca de los nobles; no quería el despotismo de los notables manifestada en el Cabildo propuesto por Acevedo y Gómez: quería gobernar ella misma, era el principio más elemental de la democracia. No gritaban “¡queremos Junta de Gobierno!”; lo que gritaban era: “¡que viva el Cabildo Abierto!” Y demostró así el fogoso don José María, que tenía razón cuando en la casa de Acevedo y Gómez pedía acciones radicales fundamentadas en el poder popular. Poco caso le hizo la tertulia, y por eso casi termina la jornada con la suma vergüenza del estamento criollo. “Olas de pueblo armado refluían de todas partes a la Plaza principal; todos se agolpaban al Palacio y no se oye otra voz que ¡Cabildo Abierto!”.


El Virrey Amar y Borbón empezaba, nuevamente, a sentirse intranquilo. La desolación sentida en el palacio era abrumadora. Todos tenían los nervios de punta, y el eco helado de los golpes sordos y las consignas plebeyas pusiéronles la piel de gallina. No había terminado la multitud de apoderarse de la plaza cuando los patricios, los miembros de esa autoproclamada Junta de Gobierno que había mencionado Acevedo, viéndose seguros en sus personas, acudieron al Ayuntamiento, y determinaron exigirle al señor Amar la conformación de la Junta Suprema. Los criollos aprovecharon esa oportunidad entre mil, y fueron a reclamar sus privilegios, olvidándose de las pretensiones políticas del pueblo que los había salvado.


Don José María Carbonell, vislumbrando el devenir de los acontecimientos, y notando que de un lado y de otro empezaban a aparecer los conjurados del Observatorio Astronómico, empezó a exigir a viva voz, y con los aplausos de la muchedumbre atrás, que todas las decisiones que se tomaran esa noche, fueran a través del Cabildo Abierto, que fueran públicas. Esta exigencia se reviste de mucha importancia, porque el Cabildo Abierto implicaba que los vecinos de la ciudad eran quienes asumían las decisiones, directamente. Dado que allí en la plaza estaba, literalmente, la mitad de la ciudad de Santafé, el Cabildo Abierto era sinónimo de revolución; de la transformación radical de la estructura social de la colonia. El pueblo era el que, en uso de su soberanía, habría de nombrar directamente las nuevas autoridades del Reino. A las ocho y media de la noche, cuando la tensión entre todos los estamentos políticos era máxima, el pueblo sólo insistía en el ¡Cabildo Abierto! Se trataba de una amenaza directa, no sólo para Amar y Borbón, sino para Camilo Torres, José Miguel Pey, Jorge Tadeo Lozano, José Acevedo y Gómez, y los demás criollos que se habían autonombrado como los vocales de esa Junta de Gobierno.


Ante el nuevo curso que estaba tomando la historia, el Ayuntamiento, esa Junta de Notables que ya estaba completica en la casa del Cabildo, convino finalmente, y de muy mala gana, en pedirle al Virrey la instalación del Cabildo Abierto. Éste hombre zascandil se negó rotundamente, y por eso Carbonell, ante la negativa de la autoridad virreinal, optó por acudir a las iglesias y parroquias, principiando con la Catedral, y con el permiso de los curas, o sin la autorización de ellos, hizo sonar las campanas a todo tambor. El sonido echó vuelo, y los habitantes de la ciudad que aun no habían acudido a la plaza fueron llegando, de manera que la multitud seguía creciendo.


Con casi diez mil personas respaldándolo, Carbonell determinó que fuera el mismo pueblo, y no el Cabildo compuesto por los Notables, el que exigiera al Virrey, por medio de unos representantes, la conformación del Cabildo Abierto. Así pues, se comisionó para el efecto a don Benedicto Salvador Cancino, don Antonio Malo, y al mismo José María Carbonell, a fin de que las autoridades coloniales se entrevistaran con ellos.


Dicen los que conocen esta historia, que en la tal entrevista se produjo una discusión tan acalorada entre el Virrey y don José María, que casi se van a las manos, y si no es por la mediación de un oidor de la Audiencia que estaba presente, quién sabe a qué consecuencias habría podido llegar el altercado. Dicho oidor, habiendo convencido a Carbonell y sus compañeros que esperaran afuera del recinto por la decisión del señor Amar, le dijo a éste: “conceda Vuestra Excelencia cuanto pida el pueblo si quiere salvar su vida y sus intereses”.


Pese a esto, el Virrey seguía negándose a entregarle el poder al pueblo, porque eso era lo que significaba autorizar la constitución del Cabildo Abierto. Y entre dos males, escogió el que le pareció menor, de forma que hizo saber a los miembros de la Junta de Notables recién conformada en la tarde, que autorizaba la constitución, no de un Cabildo Abierto, sino de un Cabildo Extraordinario. Esto quería decir que a la postre, no era el pueblo el que iba a tener la capacidad de tomar sus decisiones. Quería decir que el Virrey aceptaba implícitamente que los regidores del Ayuntamiento Santafereño, dominado por los criollos que antes se han mencionado, hicieran parte del poder colonial, y se incrementaba así la mermada participación política que tenían hasta el momento. Quería decir que el señor Antonio Amar les daba la oportunidad de legalizar la Junta de Gobierno que Acevedo y Gómez había anunciado horas antes. Así pues, mientras el gentío esperaba afuera las decisiones de Amar sobre la conformación del Cabildo Abierto, el relatado Cabildo Extraordinario ya había empezado sus deliberaciones, contento de que el Virrey, al fin, había cedido en su terca posición.


Mientras tanto, la multitud exigía al Regimiento de Artillería, en donde estaba acuartelado el coronel Juan de Sámano, que entregara las armas y no opusiera resistencia. El doctor José Acevedo y Gómez, al tanto de lo sucedido, tuvo la ingeniosa idea de solicitarle al Virrey, por medio de su representante en el Ayuntamiento, el oidor Jurado, que pusiera a disposición del Cabildo de Santafé las guarniciones militares de la Capital. Lo anterior, decía él, con el fin de proteger la institucionalidad del Cabildo, la integridad física de sus miembros, y la vida del Virrey y su esposa. El pueblo y la milicia estaban a punto de chocar. El derramamiento de sangre parecía inevitable, pero al fin Antonio Amar accedió pasarle al Cabildo el poder sobre la Artillería, y con esto, la victoria criolla sobre la autoridad colonial, y sobre el pueblo, estaba casi garantizada.


Luego de algún tiempo de deliberaciones en el Ayuntamiento, con la presencia del representante del Virrey en el Cabildo, se llegó al tema álgido de la famosa Junta de Gobierno, cuya legalidad pretendía establecerse mediante el aval del Virrey. Éste, que todavía vacilaba en cuanto a las decisiones que debía tomar, nuevamente por miedo al pueblo, y por temor a que la dirección del movimiento pasara a las manos de ese peligrosísimo Carbonell, que sí tenía pretensiones independentistas, mandó a decir a los miembros del Cabildo que estaba de acuerdo con la institución de la Junta, pero sobre la base de que los patricios preservaran la promesa que habían hecho en sus solicitudes anteriores: primero, que él iba a ser el presidente de la Junta de Gobierno; segundo, que se reconociera expresamente las relaciones de dependencia entre los dominios y la Metrópoli; tercero, que se reconociera a Fernando VII como absoluto soberano del territorio; y cuarto, que se sometiera a la jurisdicción del Consejo de Regencia, mientras el rey capturado por el terrible tirano de Napoleón era restituido en el trono. Entre todos los presentes, fue don Camilo Torres Tenorio quien se encargó de defender con más fiereza la continuidad de la soberanía regia, y era quien más detestaba la participación del populacho en la política, que creía él estaba reservada a personas elegidas, intelectualmente formadas, y provistas de las luces de la civilización.


Una vez se legalizó la Junta de Gobierno, y fue nombrado el señor don Antonio Amar y Borbón como jefe y presidente de la misma, el señor José Miguel Pey, hijo del oidor que había desconocido las capitulaciones reconocidas a los comuneros, y que redactó además, la cruel sentencia de muerte contra José Antonio Galán (“condenamos a José Antonio Galán a que sea sacado de la cárcel, arrastrado y llevado hasta el lugar del suplicio donde sea puesto en la horca hasta que naturalmente muera, que bajado, se le corte la cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes y pasado el resto en llamas. Su cabeza será conducida a Guaduas, la mano derecha puesta en el Socorro, la izquierda en la Villa de San Gil, el pie derecho en Charalá, y el pie izquierdo en Mogotes”), fue nombrado como vicepresidente.


En la madrugada del 21 de julio el pueblo ya estaba cansado de esperar, así que paulatinamente y poco a poco se fue retirando, hasta que la Plaza Mayor de Santafé quedó vacía. La Junta de Gobierno había declarado terminada la reyerta, y ordenado el restablecimiento del orden público, y con el poder militar en sus manos, tenía ya más tranquilidad sobre el afianzamiento de los intereses criollos. Nunca estuvo en ellos la intención de independizarse, y salvo algunas grandiosas excepciones como Nariño, Bolívar y el mismo Carbonell, nunca quisieron someterse a los riesgos que conllevaba la aventura de hacer Nación aparte, y romper los nexos con España. Ellos, los hijos de los conquistadores y de los encomenderos, “los descendientes de don Pelayo”, como dice Camilo Torres en su falsamente llamado memorial de agravios, nunca quisieron dejar de lado el principio monárquico, porque éste garantizaba el statu quo. No podían tolerar el trastrocamiento de las estructuras sociales, y por eso no quisieron a Carbonell en su Junta de Gobierno, pese a que él fue quien les salvó la jornada. Carbonell era, como lo había sido José Antonio Galán veintinueve años antes, como había sido Antonio Nariño en 1794, y como lo sería Bolívar en los siguientes años, la viva esencia de la lucha de clases, entre un pueblo oprimido, unos esclavos irredentos dejados de la humanidad, unos indios a quienes la independencia les trajo más desventajas que ventajas, que fueron reducidos a la más impía miseria, y un grupo relativamente pequeño de latifundistas y propietarios, los comerciantes.


Pese a que la victoria principal del día la obtuvo el estamento criollo, José María Carbonell no perdió tampoco en esa jornada, en la que los patricios y notables santafereños habían traicionado la voluntad de un pueblo al que utilizaron como “el coro griego”. Tuvo la revolucionaria idea de crear un club en San Victorino, la Junta Popular, que tendría por objeto mantener vivo el espíritu rebelde entre la multitud, y tomó las medidas necesarias para que desde las once de la mañana del día 21 el pueblo se mantuviera en manifestación permanente. Y las revelaciones del poderío popular que había logrado demostrar a los funcionarios coloniales y a los patricios el día anterior, le dio la seguridad de que si podía conservar esa vivacidad, podía garantizar que el proyecto hegemónico de los señores Pey, Torres, Acevedo y compañía, no iba a tener mayor duración. A Carbonell lo encerraron en la cárcel, cuando finalmente el Virrey se largó con su señora. Lo encarcelaron esos mismos dones a quienes había salvado el pellejo, porque vieron lo peligroso que resultaba a sus intereses la visión política, e ideológica, de ese individuo que fue capaz de convocar a una ciudad entera para iniciar una verdadera revolución. Carbonell fue en Santafé, como los hermanos Gutiérrez de Piñeres en Cartagena y Mompox, el verdadero autor de la independencia.Fue así que los augurios de tiempos convulsionados, de guerras, de represión y de muertes se cumplieron, porque en el Nuevo Reino de Granada corrió el rumor de que eso quería decir el sol, cuando en un lejano y colonial 11 de diciembre de 1809, estuvo brillando sin aureola en Santa Fe, y en el Socorro, y en Cartagena, y en Pamplona, y en Popayán. Desde ese día sin vida hasta cumplidos seis meses, dijo ese Caldas de la Torre del Observatorio, se observó en el virreinato al disco del sol sin irradiación sensible. Pero después del día en que la multitud se levantó soberana y absoluta, por primera y última vez en esta ciudad, pese a las maquinaciones en su contra, el sol brilló con todo su esplendor, e iluminó las ideas de los que acabaron la guerra que vino, y quemó las banderas de quienes capitularon y se fueron.


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CRÓNICA DE UN DÍA DE SOBERANIA POPULAR by David Llinas is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 Colombia License.

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